domingo, 10 de marzo de 2013

VENEZUELA a la sombra del caudillo



El pasado 5 de marzo ocurrió lo que ya se venía venir desde hacía algunos meses, tanto en Venezuela como en el plano internacional: la muerte del dictador (Presidente de la República Bolivariana de Venezuela) Hugo Rafael Chávez Frías. El suceso, ocurrido en el Hospital Militar de Caracas a las 16:25 hora local (según el anuncio del Vicepresidente y ahora Presidente de la nación Nicolás Maduro) se ha convertido sin lugar a dudas en el suceso más importante de Venezuela en este año, y no sería extraño que de alguna forma fuera el suceso central de Venezuela en la presente década, dada la importancia del personaje fallecido, de su carisma y del legado que deja entre grandes sectores de la población venezolana. Esto sin contar que el chavismo ha ejercido, y de hecho ejerce enorme influencia en los países vecinos y en sectores radicales de izquierda en Latinoamérica. Con la muerte de Hugo Chávez, el déspota de Miraflores, termina una era, pero la que comienza es incierta. Incierta porque aunque el deseo de los opositores (también un gran sector de la población venezolana, tan numeroso como el de los seguidores) y el de los liberales en el mundo entero es el de que Venezuela transite gradualmente hacia la democracia en un plazo cercano, es posible que el régimen continúe durante algunos largos años. A esto podría contribuir, desde luego, la muerte del caudillo y el sentimentalismo que su deceso puede desatar; y que desde luego la propaganda oficialista utilizará en las elecciones presidenciales que se celebrarán, en razón de las disposiciones constitucionales que prevé la carta magna de esa nación sudamericana en caso de fallecimiento del titular del Ejecutivo. 

Las anteriores afirmaciones son probables, pero desde luego no necesariamente seguras. Aunque es posible que el régimen político chavista continúe algunos años más- tanto por el sentimentalismo hacia el muerto como por las simpatías hacia Chávez de parte de un gran sector de la ciudadanía que lo veía como a un redentor- también es posible que la muerte de Chávez sea el principio del fin de una clase política en el poder, y del régimen de autoritarismo competitivo personalista y caudillista y el retorno de la democracia, perdida en los albores de la década pasada. Después de todo, no debe olvidarse que el prestigio de Chávez fue decayendo a niveles considerables entre grandes sectores de la población, tanto por el creciente autoritarismo durante la pasada década como por el desastre económico dejado por el chavismo; justamente el desastre económico y el deterioro del nivel de vida fueron los agentes más importantes de la debilidad de la democracia en una sociedad que había pasado, desde los años setenta hasta los noventa, por gobiernos democráticos torpes y corruptos, y que fueron creando el caldo de cultivo para el ascenso a la Presidencia de un golpista con retórica de redentor y justicialismo asistencial. Al desprestigio del chavismo entre los numerosos inconformes podría agregarse otro factor de importancia capital en una dictadura: la falta de un caudillo suplente con prestigio entre las filas oficialistas. Por el momento, Nicolás Maduro ha asumido la Presidencia de la República, y su autoridad ha sido reconocida por el chavismo tradicional, pero la duda de si este nuevo   gobernante podrá alcanzar el prestigio necesario para afianzar su poder es razonable. 

Este factor, que podría acarrear luchas palaciegas en el entorno cercano que dejo el líder carismático, unido al descontento que bien podría utilizar el oposicionismo reunido en torno a Henrique Capriles, podrían hacer el milagro de que Venezuela se vaya democratizando de manera gradual e institucional, muy al estilo de España a la muerte del dictador Franco ("Caudillo por la gracia de Dios", según decían sus corifeos). Y esto de luchas palaciegas no es una cosa imposible: si algo distingue a las dictaduras caudillistas, es la incertidumbre en torno a la sucesión y el apego a la persona del caudillo. Es cierto que Venezuela padece un régimen de autoritarismo competitivo, que es muy diferente a un autoritarismo de tipo tradicional como el que padecía España a inicios de los años setenta. El autoritarismo competitivo, que fue lo que vivió Perú en los años noventa, y que actualmente padecen Bielorrusia y Bolivia, se caracteriza por la presencia de elecciones en donde participa la oposición, y en donde esta oposición tiene el suficiente poder como para ocupar un número considerable de gobiernos locales y de escaños en el congreso, además de ocupar, en ciertas naciones con este sistema, gobiernos estatales o departamentales. Esto en un ambiente en donde las libertades cívicas como la de expresión y manifestación aun se respetan mayormente, aunque las violaciones a estas mismas libertades por parte del gobierno y la represión gubernamental se presenten con más frecuencia que en una democracia. En el autoritarismo competitivo, el control por parte del gobierno a las instituciones electorales y al poder judicial hacen que la llegada de la oposición al gobierno nacional por medio de un simple proceso electoral ya no sea posible. El fraude electoral, además, se presenta en algunos casos en gobiernos estatales o locales, aunque debido a la presencia de una oposición organizada y de una sociedad mas o menos participativa el gobierno no pueda reducir la presencia de la oposición a niveles que no constituyan un reto y un problema para el gobierno, como sucede en regímenes de autoritarismo electoral pleno. O en su caso, a eliminar las elecciones e imponer un autoritarismo clásico, o un totalitarismo, y por lo tanto, controlar hasta la más alejada e insignificante aldea, como sucede en la actual Cuba, aliada de Venezuela en esto de recrear un "socialismo del siglo XXI". 

Venezuela actualmente padece un autoritarismo competitivo, y este es el legado más notorio del chavismo, al menos para los analistas y estudiosos de la política. Y este autoritarismo no necesariamente es institucional, como ocurre en la Rusia poscomunista, que también padece de lo mismo que Venexuela pero sin un caudillo; más bien con una Presidencia controlada por otras instituciones, pero en donde el dominio de la política corre a cargo de sectores del oficialismo, integrado por ex integrantes de la burocracia comunista, y que desertaron de ese grupo a última hora. En Venezuela, el autoritarismo actual es claramente caudillista, y dentro del grupo en el poder, Chávez era (¿lo es ahora Maduro?) el de la última palabra, el que llevaba la voz del oficialismo. El jefe del sistema, pues, por encima de la institución presidencial. Primero era Chávez, luego la Presidencia. Sin Chávez, la Presidencia no tendrá el mismo tinte político, aun si el régimen continúa con otro caudillo. El otro caudillo, en caso de que ascienda, impondrá su estilo propio, con la misma clase política que seguía a Chávez. 

Es, pues, este problema el que la clase política oficial en Venezuela no puede ignorar. La legitimidad de su régimen es de tipo carismático y caudillista, y un caudillo que asciende a dictador no está presente cuando ha expirado para controlar lo que sigue. De hecho, si hacemos memoria, son muy pocos los dictadores que, habiendo fallecido en la gloria del poder, han muerto dejando un testamento político: por lo menos una señal de que alguien en específico asuma su lugar. En cambio, predominan los dictadores que murieron dejando en la incertidumbre a sus seguidores más cercano. Chávez ha ordenado, antes de ver la última luz de sus largos y no tan desaprovechados 58 años y medio de vida, que Maduro asumiera su lugar, en abierta violación a la constitución que el mismo hizo promulgar en 1999 (¿y que mejor prueba de que en Venezuela existe un régimen personalista y caudillista más que legal que eso mismo?). Otro dictador que si tuvo a bien dejar testamento político fue el ya mencionado Franco, que dejó todo arreglado para que el actual Rey Juan Carlos I asumiera el gobierno en forma de monarquía autoritaria, aunque luego este resultó que impulsó el pacto que condujo a la democratización política y a lo que ahora es España. Hitler parece ser que quiso a Joseph Goebbels, su Ministro de Propaganda, para encabezar las horas finales del Tercer Reich. Y ahora se sabe que Lenin no quería que Stalin, quien terminó sustituyéndolo, fuera su sucesor en el poder; incluso en su testamento advirtió a la burocracia comunista que se cuidaran del revolucionario de Georgia, aunque, cosas del destino, la burocracia comunista en realidad se benefició de la corrupción imperante en la dictadura de Stalin, y no tuvo el menor empacho en volverse cómplice de las purgas contra los más fieles seguidores de Lenin. Pero fuera de estos casos, casi ningún dictador que ha muerto en el poder dejó testamento. Stalin mismo murió en marzo de 1953 sin haber dejado ni la menor indicación de quien era el afortunado. Julio César fue asesinado antes de que tuviera en mente siquiera semejante deseo. Y lo mismo le pasó al sanguinario dominicano Rafael Leónidas Trujillo: fue asesinado sin haber hecho testamento, aunque lo más probable, tratándose del Chivo, era que quisiera su herencia para alguno de sus detestables hijos. Tampoco dejaron testamento el guatemalteco Carlos Castillo Armas, el portugués Antonio de Oliveira Salazar, el chino Mao Tse Tung, el norvietnamita Ho Chi Minh, el romano Sila y un largo etcétera. Y en la misma Venezuela ocurrió un caso parecido: Juan Vicente Gómez jamás indicó quien quería que fuera el discípulo que tomara su lugar. 

En este caso en particular, el de Chávez, ha habido una indicación y una orden conocida: el delfín se llama Nicolás Maduro, quien pasó de ser chofer de transportes populares a Presidente de Venezuela. Pero en un régimen tan caudillista como el de Venezuela, pueden ocurrir sorpresas. De hecho, en una columna del 14 de diciembre del año pasado ("Cuando los caudillos desaparecen"), Carlos Alberto Montaner analiza de manera breve las fuentes de legitimidad en la autoridad, basándose en la teoría de Max Weber, quien mencionara los tres tipos de autoridad: la tradicional, la legal y la carismática. Menciona en unas líneas lo siguiente: "El gran problema de caudillo carismático es que no puede transmitir su poder. Pueden designar herederos, pero la relación entre estos y los gobernados es muy diferente. El previo endiosamiento del caudillo pesa como una losa sobre la imagen del delfín". Líneas aparte, Montaner menciona ejemplos: entre estos, el de que Raul Castro (hermano de Fidel Castro y heredero de este) sufre la constante comparación con su endiosado y siniestro hermano, tanto que a el le llaman el "Mínimo Líder". Este artículo Montaner lo publicó a propósito de la en ese entonces probable muerte de Chávez, suceso que finalmente ocurrió. También menciona el cubano que en el entorno del círculo poderoso del chavismo existen rivales de consideración que podrían opacar la figura del ungido. 

Sea como sea, Venezuela ha entrado en otra etapa, que desde luego no será del todo igual a la que predominó entre el 2 de febrero de 1999 y el 5 de marzo pasado. Aunque esta nueva etapa es incierta: ¿predominará otros años más el régimen actual, aunque con otro caudillo, Maduro o cualquier otro? ¿O al estilo español, Venezuela pasará a ser una democracia, como lo que fue antes de la pasada década?. ¿Entra Venezuela a una nueva era (democrática) o solo a una nueva etapa del régimen por Chávez instaurado? Eso si, la imagen de Chávez es popular y, ya sea que se le deteste o se le admire, Chávez es ya una figura central en los albores del siglo XXI venezolano. La figura de Chávez queda como un legado, malo, bueno o regular. Ya sea que esta nación petrolera se democratice y vuelva al cauce de la legalidad como fuente de autoridad, o continúe en el caudillismo de nuevo cuño instaurado por Alberto Fujimori en el Perú, la sombra del caudillo persiste de alguna u otra forma. 

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